Después de dos semanas en las que fechas, fórmulas matemáticas, obras literarias y verbos irregulares en francés se mezclaban dentro de mi cabeza como un cóctel agitado por un barman, una vez pasada la euforia de haber terminado los exámenes, me ha sobrevenido el vacío más absoluto. De pronto he tenido la sensación de encontrarme al borde de un precipicio, como si mi vida se hubiera parado en seco, y he sentido vértigo. Rápidamente me he puesto a llamar a mis amigos, mandar sms, meterme en el messenger…

Parecía una posesa, una leona enjaulada. Cuando he visto que ninguno de ellos podía salir a dar una vuelta, casi me vuelvo loca. Mi cuerpo y mi mente estaban tan acostumbrados a una rutina que se sentían desconcertados, tenían mono de esa rueda que nunca cesaba de girar: colegio, ballet, deberes, colegio, inglés, deberes, colegio, natación, deberes. Y querían seguir enganchados a un engranaje, el que fuera, pero uno. Dentro de unos días me iría a Inglaterra y mi vida volvería a engancharse a otra rueda: clases, excursiones, visitas culturales, clases, excursiones, visitas culturales...

Entonces, por primera vez en mi vida, he caído en la cuenta de que desde muy pequeños nos programan para ser animales de costumbres. Tus padres te dicen lo que tienes que hacer, cómo actuar, cómo comer; en el colegio estás sometida a la dictadura de los programas de cada asignatura; en casa a la de la televisión, cuando sales con tus amigos a la de las modas. No hay resquicio ni tiempo para desarrollar un pensamiento propio, una vida propia, tu mente es una máquina de absorber conocimientos y expulsarlos, no hay tiempo para la reflexión. ¿Qué me quedaba de todo lo que había estado empollando durante días? En ese momento odié a mi mente por plantearme semejante cuestión. Era absurda esa pregunta que no conducía a ninguna parte, que únicamente me creaba desasosiego. No quería pensar. No estaba acostumbrada a pensar otra cosa que no fuera resolver un problema matemático o hacer un comentario. Más allá de eso estaba la nada más absoluta y no tenía ganas de ponerme a vagar por ella. Para tratar de alejarme de esa zona de peligro, he empezado a meterme en el face-book, a verme todos los vídeos que ya he visto una docena de veces, los más graciosos, pero ya no me hacían tanta gracia. Me he puesto delante de la tele para que volviera a adormecer mi mente, pero no era capaz de concentrarme en lo que estaba pasando por la pantalla. ¡Socorro! ¿Qué me estaba sucediendo? Necesitaba una rutina, un impulso exterior que me sacara de ese agujero vacío en el que estaba metida, no me gustaba esa sensación de vértigo, no estaba acostumbrada a estar sola tanto tiempo ni al silencio de la casa. Mis oídos estaban hechos al griterío del colegio.

Me puse los cascos con el MP3 a todo volumen. Mi madre siempre me decía que todos los de mi generación acabaríamos sordos. ¿Acaso no era mejor la sordera que ese vacío interior? Pero, no sé por qué, ni Rihanna ni Amy Winnehouse lograban sacarme de mi miseria. ¿Y si me iba a dar una vuelta por las tiendas? ¿Con cinco euros en el bolsillo? Despotriqué contra mis padres por la mísera paga que me daban. Con eso no se podía sobrevivir. Me fumé un pitillo. Pero lejos de calmar mi ansiedad, me sobrevino esa mala conciencia de estar haciendo oposiciones para irme al otro mundo antes que los demás. No podía sentirme peor. Pero ¿por qué? Debería estar feliz por haber acabado, por no tener nada que hacer, por poder dejar que las horas se sucedieran una tras otra sin tener que estar pendiente del reloj. La culpa era del sistema. Te programaban de una determinada manera y luego te lanzaban al vacío.

¿A quién podía pedirle cuentas? ¿A mis profesores, al ministro de Educación, al presidente del gobierno, a la sociedad en general? ¿Quién era el culpable de mi mono, de mi desasosiego, de mi ignorancia, de mi falta de recursos, de mi vacío existencial? Porque alguna cabeza tenía que rodar, eso estaba claro. He abierto el Word y me he puesto delante de la página en blanco. ¿A quién le dirigía mis quejas? Los profesores siempre se estaban quejando de los programas, de la falta de tiempo. Pero no eran capaces de vivir sin esos programas. ¿Cómo evaluarían entonces? ¿A quién torturarían? ¿A quién podrían suspender? ¿A quién llamarían burros, porque, a pesar de dar todo los años lo mismo, cada vez sabíamos menos? ¿Qué sentido tendría su profesión? Entonces he pensado que sus quejas no eran reales, sino meramente retóricas. Porque, si fueran reales, ellos mismos se encargarían de escribir al ministro de Educación protestando por esos programas imposibles, soporíferos, que anulaban la mente, que te impedían pensar más allá de ellos, que cuando tu mente por fin salía de ahí, te creaba una espantosa sensación de vacío. ¿Acaso no son ellos los que tienen que dar clase? ¿Por qué no se rebelan contra algo con lo que no están de acuerdo? Y luego nos dicen a nosotros que seamos dueños de nuestra vida, que tengamos un criterio propio, que luchemos por nuestros sueños. ¿Acaso su sueño era seguir dando año tras año esos programas imposibles y repetitivos hasta la saciedad?

Más deprimida todavía, he cerrado el Word y me he vuelto a poner la música a todo volumen.

 

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