Uno empieza el curso lleno de ganas y buenos propósitos: “Este año me voy a comer el mundo. Estaré atento en clase. Estudiaré desde el principio. Haré todos los días los deberes...”. Todavía sientes la energía del sol y la fuerza del mar en tus venas. Estás moreno, lleno de vida, deseando reencontrarte con tus colegas para contarles tus ligues del verano y todo te parece posible. Por eso entras en el instituto ilusionado con el cambio de curso, de profesores, de asignaturas.

Pero a la semana de haber comenzado las clases, esas buenas intenciones se van esfumando como el humo de los coches que bullen en la ciudad. En cuanto te enfrentas al día a día. De pronto ves cómo crecen barreras y trampas mortales por todos lados: las asignaturas son mucho más difíciles que el curso anterior, la complicidad que ibas buscando en el profesor se convierte en amigables amenazas que te llenan de ánimo: “Ya podéis prepararos, aquí no se regala nada. Para sacar un diez conmigo hay que ser Dios. En mi clase los negativos crecen como hongos. Tres negativos significan un cero en la asignatura...”. Claro que a veces son peores los que van de coleguitas y luego te la meten por la espalda. Y por si fuera poco, tus propios colegas ejercen de diablos tentadores: “Venga, tío, no seas pringao, vamos a echar una partidita en el bar de enfrente o un cigarrito o un canuto... Y mira qué piba. Y deja ya de estudiar. Y pasa de deberes, a ver qué se ha creído esa tía, ¿que solo tenemos su asignatura?”. Y además están las chicas, con esos cuerpazos morenos que no puedes dejar de mirarlos, pidiendo guerra…

Entonces te das cuenta de que las buenas intenciones no bastan, de que es necesario un esfuerzo descomunal al que uno no está acostumbrado, tenía razón la tutora del curso pasado, somos muy blanditos. Pero es que tu cuerpo, que va destiñendo su moreno día a día, te pide a gritos tumbarte a la bartola y ver pasar el tiempo sin hacer otra cosa que escuchar música. ¡Qué fácil entra por los oídos!, sin hacer ningún esfuerzo, porque tiene ritmo, melodía, compás, armonía. Y eso hace que la letra de la canción se te meta hasta el tuétano; al contrario que las palabras del profe, que, según avanzan los días, se van haciendo más tediosas y repetitivas en esa voz monocorde y cansina. Entonces piensas: “si ellos sintieran pasión por su asignatura, lograrían transmitírnosla, pero parecen cansados de repetir todos los años lo mismo y al final no es más que una lluvia calabobos”.

Sin embargo, mis buenas intenciones hacen que por un momento me ponga en su piel: tiene que ser agotador dar clase a unos malditos adolescentes apáticos, sin ningún interés por lo que estás explicando, que te observan con ojos de besugo mientras un murmullo creciente se va convirtiendo poco a poco en algarabía, que no están entendiendo nada de lo que dices, que interrumpen constantemente con chorradas para provocar la carcajada, que juzgan severamente cada uno de tus gestos, de tus palabras, que se burlan en tu propia cara pasándose notitas, que te dan malas contestaciones, que te mienten descaradamente... Entonces piensas que seguramente también ellos habrán venido llenos de buenas intenciones, con ganas de innovar, de hacer las clases un poco más interesantes, de intentar comprendernos un poco más, con la ilusión de encontrarse con un grupo mejor que el del curso pasado, donde al menos la mitad tengan ganas de aprender algo, pero, al igual que yo, se habrán dado cuenta de que las buenas intenciones no son suficientes, de que hace falta un esfuerzo titánico. El mismo que necesitamos nosotros para atender a sus clases aburridas, donde todo te suena igual, lo mismo da que sean las partes de la célula que el Romanticismo que la caída del Imperio romano. Todo tiene el mismo soniquete, un chunda-chunda que acaba por no penetrar en tus oídos más allá del pabellón externo de la oreja. A ver si se dan cuenta de que tienen que cambiar de vez en cuando de compás, de ritmo, currarse un poco la armonía.

Viendo las Olimpiadas, te das cuentas del esfuerzo de los deportistas: la merecidísima medalla de oro de Rafa Nadal, un auténtico campeón que nunca se da por vencido, aunque esté agotado físicamente. Y alimentas la ilusión de poder ser como él, de no rendirte, de crecerte ante las dificultades, de no minusvalorar a tu contrincante, de no poner excusas, de ser tan humilde, realista y buena gente. Pero, a la primera de cambio, ya estás con la excusa en la boca: “no habíamos dado lo que nos preguntó”, “suspendimos todos”, “el profesor me tiene manía”,  “nadie lo entiende”, “era un examen dificilísimo”. Y empiezas a pensar: “Es que Nadal ha nacido para jugar al tenis, con ese cuerpo que tiene, seguro que no tiene que hacer ni la mitad de esfuerzo que yo para meterme todos estos temas en la cabeza, además jugar al tenis es mucho más divertido y encima viaja por todo el mundo y gana una pasta gansa y tiene a sus pies a todas las pibas que quiera y… EXCUSAS. Al final ves lo que quieres ver, necesitas justificar tu indolencia, tu incapacidad para el esfuerzo, y las buenas intenciones se quedan en eso.

Publicados en la revista Padres y Maestros

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