Cada vez que entro en un aula o en un salón de actos repleto de adolescentes veo lo mismo, sus miedos e inseguridades. Desafiantes o tímidos, callados o bullangueros, matones o retraídos, todos sin excepción los reflejan en sus ojos. Sus cuerpos, cada vez más altos y todavía sin formar del todo, tratan de ocultar a los demás sus corazones de niños indefensos, su vulnerabilidad, su impotencia, sus temores, sus sueños, sus emociones latentes a flor de piel, su imperiosa necesidad de ser queridos.
¿Cómo se siente uno dentro de un cuerpo que no reconoce como suyo, pisando un terreno resbaladizo en tierra de nadie, sometido a la tiranía de las hormonas y librando batallas en distintos frentes?
Extraños en sus cuerpos
Cuando eres niño utilizas el cuerpo (saltas, corres, juegas, das volatines), pero no tienes conciencia del mismo, es ligero, no te pesa ni te agobia ni se te rebela ni te plantea problemas. Hasta que un buen día decide ir por libre y empieza a crecer a su aire, desaforadamente, de forma descontrolada, a destiempo, a tirones, y ya no te reconoces en él porque no te da tiempo a asimilar tantos cambios en un periodo tan corto de tiempo, así que, impotente e indefenso, contemplas cómo va cobrando vida propia en contra de tu voluntad y de tus gustos, convirtiéndote en su prisionero. De pronto ha dejado de obedecerte, de serte útil, para esclavizarte, y de la noche a la mañana te conviertes en un juez implacable que observa sus propios defectos con la misma minuciosidad que el científico estudia sus virus en el microscopio y anota cada cambio que se va produciendo como un gol en portería propia.
En esto las chicas nos llevamos el megapremio, o lo que es lo mismo, la regla, pues en ese momento no tienes la madurez ni la lucidez mental para darte cuenta del privilegio que supone la maternidad, sino que sientes que todo el mundo mundial tiene los ojos puestos en ese pañal con sangre que llevas entre las piernas y que te hace la vida aún más difícil. Además ese pequeño calvario coincide con ese otro que supone vivir pendiente de tu propia imagen y del juicio de los demás: todos los pantalones te hacen culo o paticorta, las camisetas te sacan lorzas y, o te hacen mucho pecho, o te convierten en tabla rasa; y el pelo se te engrasa al día siguiente de habértelo lavado y te aparece caspa, y si lo tienes rizado, lo quieres liso y a la inversa; y la cara se te llena de horribles granos y molestas espinillas; y te crece vello por todo el cuerpo de modo que te sientes más próxima al planeta de los simios que a los de tu propia especie; y te faltan o te sobran centímetros y kilos. Aunque también los chicos tienen lo suyo: la nariz les crece mucho antes que el resto del cuerpo y bajo ella aparece esa espantosa pelusilla o sombra que luego será un bigote en toda regla, y o bien los brazos les llegan casi al suelo convirtiéndolos en primos-hermanos de los chimpancés o las piernas los asemejan a jirafas de andares descoordinados o aves zancudas, por no hablar de su voz igualita a la del gallo Claudio. Y menuda tragedia si encima necesitan brackets, plantillas, gafas o corsés.
Mi hija se quejaba de que no era justo parecer del museo de los horrores justamente en la etapa en que uno quiere gustar más y atraer a los del otro sexo. Da igual que sean guapos, que tengan buen tipo y que estén estupendos, porque todos se sienten inseguros y se machacan el coco con múltiples paranoias (el tobillo demasiado grueso, un dedo ligeramente torcido, las pestañas poco tupidas). Máxime en una sociedad como la actual que los obliga a vivir esclavos de la imagen y les pone delante patrones inalcanzables: esos cuerpos danone (ellos con el abdomen convertido en tableta de chocolate y ellas con sus estilizadas curvas), y esas caras retocadas por el maquillaje y el photoshop. Lo malo es cuando el machaque al que se someten y los sacrificios que llegan a hacer para asemejarse a esos modelos imposibles terminan en anorexia o bulimia.
La tiranía de las hormonas
Y por si fuera poca cruz tener un cuerpo defectuoso, está ese incesante runrún hormonal que te saca los colores delante de todo el mundo poniéndote en evidencia, que te provoca una apatía y un cansancio infinitos, obligándote a arrastrar los pies por los pasillos del colegio e impidiéndote tener ese cuerpo danone que tanto admiras, que te obliga a usar ese nuevo producto de limpieza que es el desodorante justo en el momento de tu vida en que sientes más aversión por el agua de la ducha, que convierte tus pies en queso camembert, que hace que te suden las manos en cuanto el chico o la chica que te gusta está a menos de quinientos metros de donde estás tú, que te obliga a estar las 24 horas de guardia, pendiente del más mínimo detalle de tu cuerpo, esperando en cualquier momento ser objeto de burla o blanco de las críticas de tus compañeros, que te convierte en un pavo que se pone a reír descontroladamente en el momento más inoportuno o en un cocodrilo que llora sin saber por qué, que te impulsa a sentirte atraído/a precisamente por el chico o chica que te muestra mayor indiferencia, que te obliga a balbucear, tartamudear o directamente te corta la lengua cuando más desearías tener un pico de oro, que te provoca una agresividad inusitada hasta el momento y por tanto muy difícil de controlar, que te impulsa a encogerte y acomplejarte ante los que supuestamente parecen más seguros y que no hacen sino esconder su propia inseguridad bajo esa apariencia de “mecomoelmundovoydeguay”. Porque de uno u otro modo todos tratan de esconder sus miedos e inseguridades.
En tierra de nadie
Pero ¿cómo no van a tener miedo si es una etapa de la vida en que uno no pisa su propio terreno porque no lo tiene? Ya no eres un niño, pero tampoco un adulto, o sea, ni chicha ni limoná, no tienes un lugar en el mundo. La propia palabra adolescente te obliga a dudar de ti mismo: adoleces de todo lo que hay que tener y te sobra todo lo que no hay que tener, por tanto estás en la edad del armario, o sea de encerrarte hasta que acabe ese sarampión que a los padres se les hace interminable. Y así llegamos al primer frente: el de esos seres que hasta ese momento eran auténticos superhéroes y que de pronto se han convertido en unos carcas insoportables, gruñones y cotillas que parecen de la GESTAPO, que quieren seguir siendo los dueños de tu vida, que te castigan por cualquier cosa, que te ponen pegas por todo y cuyo único interés es que saques buenas notas. Y para colmo de la frescura te sitúan en un lugar o en otro a su conveniencia: “¡Pero si todavía eres un niño! ¡Hay que ver, con lo mayor que eres!”. ¿En qué quedamos? ¿Alguien puede sentirse seguro de sí mismo con semejante panorama? Por eso unas veces les das con la puerta en las narices y pones el muro de Berlín entre tú y ellos, y otras desearías que te achucharan como cuando eras pequeño.
¿Y cómo puede uno sentirse seguro si se encuentra permanentemente en la cuerda floja? Te resistes a soltar tu osito, pero quieres ir al botellón. Y como las hormonas no cesan en su runrún y te sientes mal en tu cuerpo y sientes que tienes el mundo en contra y que todas las injusticias se cometen contra ti y que nadie se fija en ti porque no gustas a nadie y que nadie te quiere, te sientes impulsado a disparar todas tus municiones contra ese primer frente que son los seres que te han traído al mundo, convirtiéndolos en el blanco de tu ira: por no haberte dado ese físico que te gustaría tener, por haberte endosado todos los genes de desecho, por ser unos plastas, por ir a la contra de todos los demás padres, porque no te compran el móvil de última generación ni una moto, ni te ponen tele en tu cuarto, ni te dejan volver a las cinco de la mañana. Y encima constantemente te hacen sentir culpable por contestarles mal, por cerrarles la puerta en las narices, por gritarles que son los seres más horribles de la tierra, por pegar a tus hermanos, por ser su pesadilla, su infierno… Y a la vez te sientes rechazado.
Miedo al rechazo
Ese rechazo que sientes en tu casa hace que busques refugio en tus amigos sin saber que ahí te espera un segundo frente. De pronto tienes que pelearte por hacerte un hueco en uno de los grupitos que hasta ese momento no existían, a poder ser preferentemente en el de los guays. Así que emprendes una cruzada para tratar de asemejarte a ellos en el vestir, en el hablar, en el beber, en el fumar… Y poco a poco te vas alejando de ti mismo, de lo que eras, ya no sabes dónde estás, no te reconoces, no sabes quién eres, actúas en contra de tus convicciones y valores. Naturalmente ello hace que sientas rabia contra ti mismo e internamente te rebeles contra esa situación; pero sin duda es peor el miedo a quedarte solo, a que te hagan el vacío, a ser un bicho raro como les pasa a algunos. Y sin saber cómo ni por qué un buen día, por algo que has dicho o hecho de lo cual ni siquiera eres consciente, tus propios colegas se convierten en tus peores enemigos: te critican por la espalda, se ríen de ti, te hacen la vida imposible y te acosan hasta convertirte en el ser más frágil y vulnerable de la tierra. Pero tampoco puedes acudir a tus padres porque los has convertido en enemigos y sería una bajada de pantalones. Así que ahí estás tú, una pequeña hormiga insignificante que tratas de pasar desapercibida para que no te pisoteen. Si sacabas buenas notas, empiezas a suspender, si eras risueño, te conviertes en un ser hosco e insociable, si eras comunicativo, te haces un nudo en la lengua y si eras bueno y generoso, te conviertes en un ser egoísta y desconfiado.
Claro que todo eso no impide que te enamores, al contrario esa falta de cariño te lanza directamente a las flechas de Cupido, que, como todos los dioses del Olimpo tiene su puntito retorcido y casi siempre hace blanco en la persona equivocada, y es que, ¡oh casualidad!, justamente la chica o el chico del que te has enamorado está por tu mejor amigo/a, o te las hace pasar canutas (un día te hace caso y cinco no), o eres invisible a sus ojos, o le sirves de paño de lágrimas para sus propias cuitas amorosas con otro/a, o se entera por tus amigos/as de que estás por él/ella y te quieres morir. Y si por casualidad da en el blanco perfecto y hace que seas correspondido/a, al poco te deja y te quedas desconsolado después de haber probado las mieles del amor. Entonces decides hacer cualquier cosa por recuperarlo, rebajándote hasta límites insospechado y haciendo que tu dignidad quede a la altura del betún.
Miedo al fracaso
Es en ese momento cuando te das cuenta de que vas por una cuesta abajo sin frenos, de que tu vida es un desastre y no eres capaz de enderezarla porque requiere un gran esfuerzo y tú te sientes bajo mínimos, sin fuerzas para nada, con la autoestima por los suelos. No te ves ningún talento especial y por más que estudias, no te rinde. Pero esta sociedad cruel y despiadada no entiende de miedos y problemas, y te pone una trampa tras otra: te dicen que lo importante no es ganar sino participar, pero te obligan a sacar una nota altísima para hacer la carrera que quieres; te dicen que lo importante es el esfuerzo, pero tú ves cómo el que ha copiado el examen entero aprueba y tú no; te dicen que lo importante es aprender, pero aunque hayas estudiado, te suspenden; te hablan de solidaridad, pero todo el mundo va a su bola; te recuerdan constantemente lo importante que es la sinceridad, pero cuando dices la verdad, te la cargas; te aseguran que lo importante es el razonamiento, pero si el resultado del problema no es el correcto, cateas; pretenden que reflexiones y pienses, pero no hacen más que ponerte exámenes para cuantificar los conocimientos que tienes metidos a presión en la cabeza y que a los dos días has olvidado por completo. Y a ti se te va quedando una cara de lelo que no puedes con ella. Y encima te dicen que si te ponen las cosas difíciles es por tu bien, porque fuera del colegio lo son aun más, y tú no paras de imaginar cuánto más difíciles serán porque si ya las del colegio te superan… Y la mayoría de los profes te pinta un panorama tan negro que te dan ganas de volverte al útero materno. Y nadie aprecia lo bien que bailas o tocas la guitarra ni la capacidad que tienes para escuchar los problemas de los demás sino que te recuerdan constantemente los suspensos que has sacado o lo tarde que has llegado a casa. Y si te vas de botellón para olvidarte de tus miedos se quejan de que eres un alcohólico cuando la sociedad es la primera interesada en que consumas alcohol porque si no la economía se iría al tacho y además así somos más fáciles de manejar y nos pueden vender muchas más cosas y llevarnos por donde les dé la gana, pero luego nos llaman consumistas. Y cuando ya te has acostumbrado a un determinado nivel de vida, te das cuenta de que nunca vas a tener la capacidad adquisitiva para seguir manteniéndolo porque los sueldos son cada vez más bajos y el nivel de exigencia mayor, y porque ya no basta con hacer una carrera, sino que hay que tener uno o dos masters y varios idiomas y un buen nivel de informática y te sientes incapaz de superar tantas pruebas y te sientes frustrado aun antes de intentarlo.
Pero de pronto encuentras a alguien que te dice que superar los obstáculos te da una gran fortaleza interior y que el éxito fácil no se disfruta como el conseguido a pulso y que de los errores se aprende más que de los éxitos y que el mundo está lleno de genios que un día les dijeron que eran poco menos que retrasados mentales y que todos esos caminos llenos de cardos y de piedras son los que dan la dimensión humana a las personas y que todos en esa época nos sentimos muy vulnerables y desgraciados y que el patito feo un día se convirtió en príncipe. Y entonces te reconcilias con el mundo y contigo mismo y decides seguir luchando, porque esa lucha te hace grande.