Cuando el médico dijo con mis análisis en la mano: “Tiene muy alto el colesterol”, mi madre saltó como un resorte: “No puede ser, si es un niño, se habrá equivocado”. Los dos la fulminamos con la mirada, el médico por dudar de su profesionalidad y yo por que me hubiera llamado niño cuando me afeito el bigote. Pero a renglón seguido la ignoró y se dirigió directamente a mí, dejando claro que no era ningún niño y podía responder por mí mismo.

“¿Haces ejercicio?”, “Sillón ball”, respondí haciéndome el gracioso. “Si es que se pasa el día delante del ordenador o de la maldita conso…”, mi madre trató de ganar protagonismo, pero él la cortó: “¿Y en el colegio?”, “Pssa, no mucho, una hora a la semana porque la otra es teórica, así que no cuenta, y luego están los días que falta el profe”. “¿Cómo teórica?”, saltó mi madre, que no se resignaba a su papel de oyente a pesar de que escucha sólo lo que quiere, ya que esto se lo había contado más de una vez, pero como es gimnasia le da igual, si fueran las mates… El médico me interrogó con la mirada. “Nos explican las funciones que hacen los músculos con los distintos movimientos y cosas así, la damos en el aula, no en el gimnasio y nos ponen exámenes”.
Entonces el médico dijo que era indignante que el único rato que tenían los chavales para hacer un poco de ejercicio lo sustituyeran por una clase teórica y a continuación se puso a despotricar sobre la poca importancia que se le daba a la salud en el sistema educativo español. Dijo que tanto los niños como los adolescentes deberían hacer una hora diaria de actividad física para estar bien y que al menos dos de ellas deberían incluir ejercicios para mejorar los huesos, la fuerza muscular y la flexibilidad. “Lo que hacemos es el test de Cooper, que es nefasto para la salud” , aproveché el protagonismo que se me daba para meterle un rejón al mítico test y, como vi que le interesaba, proseguí: “porque siempre coincide después de desayunar y más de uno ha echado la pota”. “¿Qué es el test de Cooper?”, me preguntó francamente interesado. “Consiste en recorrer la mayor distancia posible en 12 minutos, es una prueba de resistencia; más de uno se ha mareado, cuando no te da flato o se te pone el estómago de corbata”. “No es de extrañar, ¿qué resistencia vais a tener si no hay un entrenamiento previo?”, comentó el doctor. Yo estaba encantado de que un adulto me escuchara con tanta atención y encima me diera la razón. “En Inglaterra hacen una hora diaria de ejercicio, dos días a la semana, gimnasia, y el resto tres deportes que cambian cada trimestre”, prosiguió, “de ese modo se trabajan todos los músculos de distintas maneras y los chavales pueden elegir el deporte que más les gusta para luego meterse en los equipos de competición que tienen”. “¿Y por qué los médicos no denuncian nuestro sistema educativo?”, le propuse animado. Mi madre me dio una patadita por mi osadía, pero yo estaba lanzado: “Si es que mucho protestar, pero luego nadie hace nada”.

Él sonrió condescendiente, como  hacen todos ante un adolescente respondón, y me preguntó: “¿Cuál es tu dieta habitual?”. Noté que mi madre empezaba a ponerse nerviosa: “Si es que no le gustan las verduras, y como en el colegio siempre le ponían patatas, san Jacobos y demás…”. “¿Comes en el colegio?”, me preguntó. Mi madre me volvió a lanzar otra de sus miraditas, esta vez con la intención de “a ver qué dices, que te conozco”. Pero yo respondí la verdad: “Desde que voy al instituto, como en casa”. El nerviosismo de mi madre iba en aumento. “¿Y qué comes?”, “Pues… depende, o me hago una pizza congelada o huevos y salchichas con patatas de bolsa… “Ya sabe como son a esta edad”, volvió a intervenir mi madre a pesar de que nadie le diera bola, “basta que les dejes hecho algo para que no se lo tomen”. El médico la ignoró y volvió  a preguntarme: “¿Y qué desayunas?”, “Si es que siempre se levanta tarde y va con el tiempo justo”, trató de justificarse mi madre. “No desayuno, pero en el recreo me tomo un bollo de chocolate de la cafetería porque son los más grandes por menor precio”, aclaré para que mi madre me pusiera un tanto por ahorrador, pero como es una desagradecida, me miró como si la hubiera insultado, “y si se han acabado, dos donuts”. La cara del médico lo decía todo, estaba escandalizado por mi dieta. Pues si viera la de Chechu, que se pasa el día comiendo guarradas; en el bar le van a hacer un monumento. “¿Nunca tomas verduras o fruta?”. Hice un gesto de torcer el morro. “Si es que nunca le han gustado”, volvió a la carga mi madre, que nunca se da por vencida. Esta vez el médico le respondió, aunque mejor que no lo hubiese hecho porque la dejó tocada: “El gusto también se educa”. La vi tan mal, que salí en su defensa: “A ninguno de mis colegas les gusta la verdura”. Pero ese hombre tenía la frialdad de Hannibal Lechter, así que me respondió: “Espero que cuando ellos se tiren por una ventana no los sigas”.
Salimos de la consulta sin hablarnos, lanzándonos miradas mutuas de resentimiento.

Periódico Escuela. Junio 2008

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